Javier Pascual
La crisis educativa que estamos viviendo, luego de dos años con las escuelas total o parcialmente cerradas y otro año más con un difícil retorno todavía da qué hablar. No solo significó un duro golpe para las escuelas, sino también significan una oportunidad para reflexionar cómo las afrontamos y cómo nos recuperamos como comunidades educativas. Por eso, durante el año 2020, diversos investigadores y educadores apuntaban la crisis como una oportunidad para pensar nuestra educación. Retornar era una disyuntiva difícil, pero “a qué” retornábamos era una interrogante aún más compleja y de difícil solución. ¿Era pertinente volver a los mismos modelos de enseñanza-aprendizaje después de dos años en los que nos vimos forzados a explorar nuevas formas de educar y de organizarnos? ¿Era el momento de forzar la normalidad, o una oportunidad para generar grandes cambios? La respuesta por la transformación siempre es tentadora, pero no es tan obvia, y son los líderes escolares quienes tienen mucho que decir al respecto.
Lo primero importante de entender es que el liderazgo educativo es diferente en tiempos de crisis. Los estudios señalan que se espera que los líderes sean flexibles, resilientes, serenos, accesibles y usen sus fortalezas para reconocer y mitigar sus propias limitaciones en el transcurso de una crisis. También deben ser capaces de proporcionar estabilidad, confianza, tranquilidad y reflejar una sensación de control de la situación, revelando que su prioridad siempre será su comunidad educativa. A su vez, es importante la capacidad del líder de leer las situaciones y responder adecuadamente, incluyendo aprender a reconocer las amenazas e iniciar esfuerzos para mitigarlas, liderar a sus equipos para tomar decisiones contextualizadas y unificar a sus miembros en base a un único propósito fomentando la colaboración y la transparencia al compartir información.
Los líderes deben actuar rápidamente ante el ritmo de cambio acelerado que imponen las crisis, requiriendo intuición y velocidad, pero también deben hacerlo con serenidad, ejerciendo una práctica constante de planificación deliberada. En tiempos de crisis el líder debe aceptar los niveles de riesgo e información que existen, confiando en su intuición al momento de tomar decisiones claras y decisivas. Dicha intuición, no se trata de tomar decisiones libres de información, sino de hacerlo en base a su experiencia y conocimientos pasados, recordando que, durante una crisis, hay que decidir rápidamente en un contexto de alta ambigüedad y, muchas veces, hay que ser creativos para pensar alternativas fuera de los procedimientos, roles y responsabilidades establecidas.
La extensa cantidad de habilidades y prácticas de liderazgo necesarias para afrontar una crisis educativa suele poner a los líderes escolares en una dicotomía, pues, por una parte, deben marcar objetivos y un camino claro para salir de la crisis y no perder los focos propios de la función pedagógica; por otra, deben mirar el presente y adaptarse a los cambios, resolviendo los problemas urgentes que permitan que no se interrumpan los procesos de mejora. ¿Se puede entonces, dentro de este contexto de alta complejidad, establecer además procesos de innovación pedagógica?
Especialmente al inicio de la crisis, era primordial volver a las prácticas pedagógicas y a las metas de mejora propuestas, aunque para esto se requería un enfoque más integral que velara, sobre todo, por la estabilidad y bienestar de los estudiantes y las comunidades educativas. En aquel entonces se reforzó la idea de que la educación es más que el rendimiento académico, y la importancia que tuvo el bienestar socioemocional dio cabida a nuevos liderazgos encontrados en orientadores y duplas psicosociales. Innovar, en ese momento, se trataba de encontrar soluciones oportunas a problemas inmediatos. ¿Había espacio para innovaciones sostenibles? Sin duda. Pero requería de un liderazgo que equilibrara de buena forma las proyecciones de corto y largo plazo.
La literatura reciente también muestra que, aunque muchos docentes estaban agotados por la transformación súbita de la educación a causa de la pandemia, los directores reconocieron en ellos el apetito por el cambio y la expansión de lo que es posible. Para canalizar este apetito, era necesario que los líderes abrieran espacios participativos formales que permitieran reflexionar colectivamente en torno a las prácticas pedagógicas y el futuro de la educación dentro de las comunidades educativas. El pensamiento estratégico y la planificación se volvieron características fundamentales para que los líderes pudieran asegurar que la visión, objetivos y expectativas de sus escuelas fuesen desarrolladas, compartidas y revisitadas.
Así, la sostenibilidad de las innovaciones no sólo requiere actuar oportunamente ante los desafíos, sino además detenerse a reflexionar sobre ellas para encontrar ventanas de oportunidad que puedan abrirse al largo plazo. Esta necesidad de detenerse implica que no puede pensarse en transformaciones profundas en un momento de absoluto caos, sino que requiere que los líderes aseguren primero cierto orden que otorgue las condiciones para conversar con calma con el resto de la comunidad educativa, tanto sobre las acciones que podrían haberse realizado de otra forma para prevenir o responder mejor a la crisis como para desarrollar planes de mejora basados en los aprendizajes del evento.
A un año del retorno completo a clases presenciales, y después de un complejo y agitado ciclo escolar, aún estamos a tiempo para sostener los cambios, permitiendo que los equipos directivos y los cuerpos docentes se detengan a revisar lo ocurrido, lo implementado y lo aprendido, para rescatar proyectos y prácticas que permitan transformar la educación y mirar hacia el futuro.