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Por: Gonzalo Muñoz y Josefina Amenábar

En la actualidad, uno de los ámbitos de mayor debate internacional respecto al liderazgo educativo tiene que ver con cómo formar y desarrollar las capacidades de los directivos escolares. Es así como se han ido estableciendo requerimientos formativos para alcanzar el cargo de director de escuela, al mismo tiempo que se ha ampliado la oferta de formación que permite ir alcanzando dichas exigencias (Orphanos & Orr, 2014; Pont, Nusche, & Moorman, 2009; Orr, 2010). Chile en los últimos años ha venido internalizando esta prioridad, a través de medidas que buscan fortalecer y desarrollar las capacidades de los líderes educativos, como el Plan de Formación de Directores, la Política de Fortalecimiento del Liderazgo Escolar y la actualización del Marco para la Buena Dirección. A pesar de estos esfuerzos, lo que sabemos respecto a la formación en liderazgo en Chile es que, si bien los directivos escolares cuentan con altos niveles de formación, existe poca o nula información sobre el real efecto que tienen estas oportunidades de perfeccionamiento en las prácticas y quehacer directivo (Weinstein y Muñoz, 2012; Weinstein et al, 2016; Muñoz et al, en prensa). Es por esta misma razón que durante el año 2017 y 2018, CEDLE ha implementado una línea de investigación sobre este importante tema, desarrollando dos estudios consecutivos.

El primero de estos estudios permitió constatar que, al año 2017, se ejecutaban en Chile 45 programas de magíster orientados específicamente a la formación en liderazgo escolar. La mayoría no se encuentra acreditado (40), son impartidos por instituciones o universidades de carácter privado (85%) y poseen una modalidad presencial (73%). Por año forman a un número relevante de profesionales: cerca de 800 personas egresan anualmente de magísteres especializados en liderazgo escolar.  La evidencia recopilada en este primer estudio permitió concluir que, además de una expansión evidente de la oferta formativa dirigida a los directivos escolares, en Chile se ha producido un cambio curricular importante en los últimos años, lo que se ha traducido en una mayor priorización de áreas como los conocimientos específicos sobre liderazgo educativo, sobre herramientas para el mejoramiento escolar y para la gestión del desarrollo profesional docente. Este interesante cambio convive sin embargo con una estabilidad de las principales metodologías utilizadas por los programas y la poca presencia de instancias prácticas de desarrollo profesional a lo largo de los mismos. Chile tiene, a la luz de los resultados de este primer estudio, un claro desafío de avanzar hacia una formación de directivos que incorpore métodos de enseñanza activos, basados en problemas y con una mayor preponderancia de experiencias clínicas, debido a su probada incidencia en procesos de aprendizaje efectivo en los líderes escolares (Young, 2019).

Un segundo estudio, ejecutado el año 2018, buscó responder a la pregunta sobre los efectos de la formación en los egresados y sus prácticas. La conclusión general es que, si bien los egresados en general evalúan muy positivamente los diversos programas, reconocen que éstos deben mejorar sustantivamente en la pertinencia y utilidad de los contenidos y metodologías utilizadas, ya que éstas tienden a ser poco prácticas y descontextualizadas. Por otro lado, los egresados valoran fuertemente como resultado la generación de redes durante la ejecución de los programas y trabajo conjunto con otros directivos, aunque consideran que los programas no lo promueven de manera tan decidida como esperarían. Por último, el estudio identifica que la formación de directivos tiene efectos relevantes en las prácticas de estos, aunque estos se producen con mayor fuerza, usando la clasificación de prácticas del Marco para la Buena Dirección y el Liderazgo Escolar, en la definición de una visión estratégica para los centros, en la gestión de la convivencia escolar y las relaciones al interior de las escuelas y en el desarrollo organizacional de los establecimientos. El efecto es comparativamente menor en dos dimensiones clave para influir en los procesos y resultados educacionales: la gestión pedagógica del establecimiento y el desarrollo profesional docente. Los efectos además son mayores cuando los programas: i) tienen procesos de enseñanza mejor evaluados por sus estudiantes y ii) le dan mayor prioridad a la formación práctica.

Los resultados de ambos estudios invitan a reflexionar sobre la importancia y urgencia de elaborar una política consistente para formar directivos en Chile. Dicha política nacional de formación debiera en primer lugar atender, de manera específica, a los distintos momentos y necesidades de la trayectoria de los líderes escolares (lo que a su vez refuerza la necesidad de contar con una carrera directiva, que defina las exigencias formativas para acceder a los cargos directivos y establezca niveles de desarrollo de los líderes). Esta política debiera considerar, en segundo término, la puesta en marcha gradual de un sistema de certificación o aseguramiento de la calidad de la oferta formativa, que fije estándares y criterios para su funcionamiento (sobre contenido y metodologías), y que permita retroalimentar a los programas para su mejora continua. Este sistema de aseguramiento debiera orientar a la formación para que esta priorice  algunos de los dominios y/o prácticas de los marcos de actuación actualmente vigentes (MBDLE), sobre todo aquellas donde justamente la evidencia desmuestra pueden tener un mayor efecto, como la participación de los directivos en el desarrollo profesional docente. Una mayor focalización y al mismo tiempo especialización de la formación de directivos parece, a la luz de los datos, un camino que hay que recorrer.

Estas medidas debieran ser complementadas con una política de innovación y apoyo a la creación de nueva oferta o mejoramiento de la que ya existe (sobre todo en lugares con escasez de programas), que permita impulsar las mejores prácticas internacionales en este ámbito: foco en la resolución de problemas de práctica, formación situada y un componente aplicado, la existencia de convenios de trabajo entre los programas y centros educativos, implementación de mentorías y sistemas de acompañamiento a los estudiantes, evaluación permanente de sus procesos y resultados, etc. Para esto, debe aprovecharse la gran oportunidad que ofrece el proceso de implementación de la nueva institucionalidad de la educación pública (nuevos servicios locales de educación), escenario propicio para desarrollar experiencias formativas contextualizadas y con involucramiento directo de las unidades educativas y sus sostenedores.

Todo lo anterior, por cierto, supone una participación y compromiso activo por parte del estado, que debe liderar la fijación de expectativas formativas y también la generación de marcos normativos que permitan garantizar la calidad de la formación. Es momento de tomarse en serio la preparación de los líderes escolares, al mismo tiempo que seguir produciendo evidencia que permita mejorar progresivamente la calidad de ésta.