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Javiera Peña Fredes – Constanza Puy Valdés

A partir de la denominada “Revolución Pingüina” del año 2006 y con mayor énfasis de las protestas estudiantiles del 2011, las formas de movilización y participación de los estudiantes secundarios han adquirido nuevas configuraciones, tanto a nivel de demandas como a formas de organización y tácticas de protestas. Junto a los cuestionamientos y peticiones por cambios estructurales a las políticas educativas y al sistema educacional, los estudiantes también han planteado un conjunto de demandas locales e internas, que han tendido a diversificarse en función del contexto social y político en que los establecimientos se encuentran insertos.

En este marco los mecanismos de participación y estrategias de movilización estudiantil han empleado en gran medida los establecimientos escolares como escenarios para su desarrollo, siendo la “toma” su expresión más visible, aunque no la única. Es así que, en un número importante de establecimientos, “la toma” se ha constituido en un fenómeno recurrente y en alguna medida en parte del calendario escolar. Esto ha significado que gran parte del conflicto estudiantil se traslade al espacio escolar y con ello a la “micro política de la escuela” (Ball; 1987), impactando sustancialmente en las relaciones, acciones y dinámicas que se producen entre los distintos actores escolares.

Hasta la fecha, el debate ha tendido a centrarse en dar cuenta de estas nuevas formas de movilización desde los estudiantes, o en las consecuencias económicas y materiales para los sostenedores (por ejemplo la política de “rompe y paga”) sin existir mayor evidencia y reflexión en torno al impacto y consecuencias al interior de las comunidades escolares y al modo en que éstas han enfrentado y abordado estos conflictos durante los últimos años.

Más allá de la idealización o demonización de estas nuevas formas de protesta estudiantil, resulta necesario ampliar el conocimiento respecto a este fenómeno, profundizando en sus significados, posibilidades, obstáculos y desafíos, poniendo atención en cada comunidad escolar y con mayor énfasis en el rol que en ello le cabe a quienes detentan el liderazgo educativo en las escuelas. Ello puede contribuir por una parte, a profundizar en el liderazgo educativo desde el propio contexto y realidad de los establecimientos y también conocer las oportunidades y dificultades enfrentadas por los equipos que lideran las escuelas y las diversas estrategias que despliegan para abordar estos conflictos, considerando los efectos y resultados que obtienen.

Esto permitiría contar con elementos relevantes en torno al ejercicio del liderazgo en contextos de alta conflictividad estudiantil, contribuyendo a la identificación de los roles involucrados, las estrategias y recursos desplegados, así como también en las necesidades y posibles nodos formativos en torno a la gestión y manejo de estos conflictos.