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A lo largo de la última década y media en Latinoamérica, la doble tendencia de una cada vez mayor importancia del sector educativo en la agenda de políticas, y la centralidad de los docentes en tal prioridad política, es consonante con el desarrollo de nuestras sociedades y sus sistemas educativos, tensionados por las demandas de calidad y equidad, mucho más que por las del acceso a la educación. La agenda de la calidad, con sus reformas curriculares y cambios en la pedagogía, respuestas a su vez a las presiones por lograr nuevas competencias en los egresados, marcadamente más exigentes que las que en el pasado se requirieron que la experiencia escolar produjera, tiene a los docentes en su centro. Las experiencias formativas de la mayoría tendrán la relevancia y riqueza de las capacidades de los docentes responsables de conducirlas. La profesión docente está, se constata en las sociedades desarrolladas, en una crucial ‘bifurcación de caminos en el tope del mundo’, (Hargreaves y Fullan 2012, p. xii): de sus capacidades depende que las competencias juzgadas clave para la sociedad contemporánea –del conocimiento y globalizada- sean efectivamente ofrecidas en la experiencia escolar mayoritaria. Lo señalado es parte de fuerzas modeladoras mundiales de las reformas educativas, que varían de manera importante según contextos y desafíos nacionales específicos, pero que son afectadas por tales fuerzas, entre las que destaca la tríada estándares, evaluación y rendición de cuentas, a su vez manifestación del alza de la presión de las sociedades por resultados de nuevo tipo de sus sistemas escolares.